GRUPO de AUTORES

LAS FLORES DE LA MEMORIA

Domingo López (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz)

Los sacaron a culatazos de las casas, de madrugada, y tras reunirlos en la plaza, los
llevaron en fila, andando con las manos en la nuca, y los fusilaron y enterraron allí mismo, como
animales, unos sobre otros, junto a la pared del cementerio.
Sucedió principiando el mes de agosto y en aquella batida cayeron casi todos los
hombres jóvenes, los que aún no estaban movilizados, y algunos viejos, entre ellos Don
Cipriano, el maestro y una muchacha, Maru la del Londa, que mataron, estaba ya de cinco
meses, embarazada y todo. Crímenes así sucedieron también en los pueblos vecinos y los
pocos que se salvaron se echaron al monte, perseguidos como alimañas, para incorporarse a
la guerrilla o para bajar semanas después, hambrientos y muertos de miedo, y entregarse para
ser tiroteados por la espalda y a quemarropa en cualquier trocha o cuneta apartada,
aplicándoles la tristemente famosa “Ley de fugas” o con bastante suerte, para pudrirse entre
chinches en cualquier presidio. A partir de aquel verano atroz y sangriento, en el que las
mieses, por falta de mano de obra, se quedaron sin segar, la vida en el pueblo, apenas unas
docenas de casas bajas y enjalbegadas, apelotonadas en una hondonada entre cerros de
olivos, encinas y jaras, quedó durante mucho tiempo en suspenso, como sobrecogido y con la
respiración contenida. Y aunque desde aquella matanza ya habían pasados los años, aún
seguía la Guardia Civil, disimuladamente, vigilando las cercanías del camposanto, el lugar
donde habían llevado a cabo las cruentas ejecuciones y donde estaba la fosa común.
Bastaba que alguien merodeara sin rumbo por las inmediaciones del muro funesto
para que aparecieran y con su presencia siniestra, capotes al viento y fusiles en ristre,
disuadieran hasta a los chuchos que deambulaban ansiosos por el muladar contiguo, entre
ellos mi Canelo, el viejo raposero esquelético, con el lomo en arco y las ancas caídas, que me
lamía las manos y la cara y que me acompañaba a todos lados, faldero, con su mirar sufriente.
Allí, junto al cañaveral y las zarzamoras espinosas, entre los escombros y basuras,
casi igual de pulgosos y famélicos que los canes bravíos nos entreteníamos en nuestros
escasos ratos libres los niños pobres, los hijos de los muertos, desaparecidos y represaliados,
jugando al potreo o la pelota con balones de trapos atados con una guita o con esparto o
también, por qué no decirlo, hurgando con un palo entre los residuos en busca, no ya de
alacranes o culebras, sino de algo que pudiera venderse o aprovecharse o incluso, para los
más menesterosos, que fuese deglutible.
Si había suerte, quizás encontraban un trozo de caña o raíz dulce o algarrobas o,
proveniente de la casa del párroco, el manjar exótico de unas cáscaras de sandía o las mondas
de unas naranjas que el afortunado lengüeteaba o masticaba sin melindre, casi ronroneando
de gusto, mientras los otros, expectantes, lo miraban con aprensión o deleite por si moría al
instante o por si engordaba felizmente de pronto. Eran los calamitosos años del hambre, en las
casas lo único que sobraban eran bocas abiertas a engollipar y cualquier cosa podía servir
para atorarlas y llenar el estómago, fueran vegetales en forma de higos chumbos, que
hinchaban la tripa o almortas para puré o cardos y alcaparrones aporcados o bien de carne, en
forma de lagartos o gatos, estos últimos, casi pasando por sabroso conejo, incluso llegaron a
desaparecer por completo, consistiendo su preparación en quitarles el chero, colgándolos
desollados al relente durante la noche, y que los niños colaboraban cazando, como pequeños
primitivos, armados con lazos, estacas y piedras.
Los mismos chiquillos que, renegridos y desastrados, éramos tan conscientes de ser,
definitiva y para siempre, los perdedores, los niños esmirriados y astrosos, con silencios y
miradas de adultos que tratábamos únicamente de subsistir y capeábamos la penuria y la
exclusión con resignación y entereza, que mordisqueábamos al sol un pingo de tocino o un
trozo fabuloso de torta de maíz con fruición de ratones, que usábamos enormes pantalones de
difuntos, parcheados y de perniles cortados, con remiendos, sujetos a la exigua cintura con una
cuerda y trabajábamos, cuando había faenas, en lo que saliera, en el campo casi siempre,
como hombres, no ya desde mocitos sino casi desde que nos salían los dientes.
Trabajos que en mi caso fue, la mayoría de las veces, de cabrero, porque mi madre no
quería verme eslomado como un destripaterrones en la escarda, la aceituna o la viña, de sol a
sol, entretanto hubiera luz, por un puñado de miserable calderilla. Así que en ocasiones me
hacía responsable de las cabras del Eulogio, el arriero, un pariente lejano de mi padre con el
que ya había andado de zagal y que me las dejaba a mi cargo cuando, en sus tratos y
chanchullos de estraperlo, bajaba con su reata a la ciudad. El rebaño no era muy numeroso y
enseguida aprendí a pastorearlas, azuzando al mastín y disparando la honda contra los tordos
agoreros y los chivos barbudos y cenicientos que se rezagaban o contra el cabrón berreante
que, terco y querencioso, intentaba cubrir alguna cabra andosca, de aquellas murcianas de
grandes ubres. Con el cayado y el morral subía y bajaba lomas, andorreaba por barbecheras y
llanadas mostrencas dejando un rastro de sirle, las llevaba a abrevar a los pilones y mientras
ramoneaban en el acebuchal ,me abstraía pensando en nada con el sonar parsimonioso de los
esquilones, observado quizás por algún milano que se cernía sobre mí, en el cielo, casi inmóvil.
A veces me acompañaban algunos amigos y después de encerrar los animales en el
redil, ya de tarde, aprovechábamos la luz del día que se resistía a agonizar y trotábamos, entre
murciélagos que revoloteaban en el aire aún caliente, en busca de algún juego, siempre los
mismos porque no había mucho donde elegir, a saltar a pídola generalmente por ser simple y
socorrido o a "hacer música" soplando las vainas de las cebollas silvestres o bien nos íbamos a
tirarle piedras de a puño a los avisperos e incluso nos acercábamos hasta el ejido, allá donde
abandonaban a los burros inútiles y viejos, mientras a lo lejos ardían aún las rastrojeras, para
sentarnos un rato, simplemente, a verlos morir entre moscas, dentelleándose de hambre, unos
a otros, las crines y los rabos.
Y éramos nosotros, aquellos mocosos que sobrevivíamos casi por inercia o puro
instinto, los únicos que a veces, en nuestra supuesta inocencia, "jugando" también, nos
acercábamos corriendo hasta la tapia y como buscando en ella lagartijas, aprovechábamos
para tocar con los dedos los orificios de balas en la vieja argamasa, tanteándolos casi sin
detenernos, con prevención y miedo, como si rozáramos de refilón la piel de un cadáver. Y
aunque hablo en plural, porque siempre íbamos seis o siete arrapiezos, yo nunca llegué a
extender la mano hacia la cal para sentir aquel, referían, escalofrío eléctrico, no me atreví o no
quise, por despecho, porque tampoco llegué nunca a tocar a mi padre, cuyo cuerpo acribillado
estaba enterrado en aquella tierra, bajo mis pies descalzos.
Yo no llegué a conocerlo, aunque lo veía no una sino muchas veces, muchas noches,
cuando mi madre sacaba aquella pequeña carpetilla de cartón ajado, sujeta con una goma
deshilachada, y la abría con parsimonia y los ojos brillantes y me mostraba el papel fotográfico,
el retrato donde aparecía el rostro, en un sepia borroso, de un hombre joven, moreno ,de
mirada furtiva, raya al lado y levísima sonrisa, así que lo que sabía de él me lo había contado
ella.
Y mi madre fue también la que me habló del sitio exacto donde estaba la fosa, uno de
los muchos enterramientos clandestinos, sin levantamiento de cadáveres por parte de ningún
tipo de autoridad, que hubo por la comarca y por toda la provincia. Y al parecer, los asesinos no
sudaron precisamente en ella. La cavaron los propios detenidos, antes de ser pasados por las
armas y antes de que un cura de estola morada, junto a un automóvil con los faros encendidos,
bisbiseara en latín rutinarias plegarias de misericordia y dibujara con una mano lánguida, casi a
modo de orden para la fusileros, impasible, una bendición tan sentenciadora como inútil.
Y fue el rengo Pachín, el barbero, aterrado, quién paleó la tierra dándoles sepultura.
Lo reconocería delante de una grabadora, cincuenta y dos años después y como el único
testigo vivo, temblando todavía de canguelo e implorando al periodista que por amor de dios no
mencionara su dirección ni su nombre. Y tampoco, con las prisas, el odio y el desprecio, los
falangistas se preocuparon de que el hoyo fuera profundo. Alguna que otra vez, tras las
impetuosas lluvias, las corrientes de las aguas que bajaba de los montes desbordaba la cuneta
y llevándose la arena habían asomado restos humanos, viéndose incluso algún que otro perro,
de los muchos que como he apuntado campeaban hambrientos, con una tibia o los huesos de
una mano colgándole de la boca mientras los lugareños, ante los aullidos y las peleas rabiosas
por el despojo, se escondían horrorizados en sus casas. Y el consistorio, con la excusa de
prevenir los anegamientos y mejorar el acceso al municipio organizaba regularmente una
cuadrilla de peones foráneos para rellenar el lugar con grava de río y piedras, acarreadas en
serones de mulos burreños, algo que no consiguió impedir, aunque las apelmazaron con
mazas, que la hierba siguiera creciendo con brío, verde y sana, y aún así nadie la cortara para
sus bestias. Porque aquellos metros de tierra ensangrentada y aquel muro fue siempre evitado
por todos.
El pequeño cementerio estaba a la salida del pueblo, junto al camino, casi una recta
tirada a cordel, que conducía a la Venta del Hinojo y a los trigales del llano, a los campos de
vides y olivos y la tapia corría paralela al mismo. Los jornaleros, con sus rostros arrugados e
inexpresivos, con su silencio hosco y sus azadas y guadañas al hombro, no pasaban nunca por
ese lado, lo evitaban a modo de silenciosa e inaudita protesta, dando un significativo rodeo
para ir andando a la peonada, que a veces quedaba a una decena de kilómetros, creando así,
con el paso diario de sus alpargatas rotas, un sendero nuevo que fue utilizado también por el
resto de aldeanos y las recuas. Pero con la excusa de no sé qué demarcación aquel sendero
fue alambrado. Y la alambrada fue rodeada de nuevo y hubieran tenido que cercar medio
mundo para obligarlos a agachar la cabeza aún más y pasar como si tal cosa ante la tapia. Así
que solo nosotros, los niños, solíamos corretear despreocupadamente por la zona y las
autoridades franquistas, siempre pendientes del menor movimiento extraño, poco a poco
fueron haciendo la vista gorda y aunque se nos vigilaba de reojo, como retoños de rojos,
probablemente vieran aquello como una vuelta progresiva e inevitable a la normalidad, un
pasar la hoja de un pasado tan reciente como bárbaro.
Pero no todos los chicos eran, con sus rodillas con roña y su triste desamparo,
supuestamente, tan cándidos como parecían. Había algunos que fingían serlo ya que estaban
al tanto de todo lo sucedido, del despiadado asesinato de sus familiares. Y entre esos pocos
estaba yo, porque mi madre había tratado siempre de que lo supiera todo.
Aparecía la pobre al atardecer, con su pañuelo negro cubriendo la cabeza, después
de llevarse todo el día limpiando, por cuatro gordas y mal nutrida, la casa de una de las
haciendas. Me abrazaba entonces, me llenaba los churretes de la cara de besos y enseguida
me enseñaba la cuerna de aceite o un
buen pellizco de telera o unos roídos
huesos de jamón, envueltos en papel de
estraza, para animar a la lumbre un
sopicaldo o pucherillo que, apiadándose
de nosotros, le solía dar a escondidas la
anciana cocinera del cortijo, la buena
mujer. De esta manera dejábamos por
unos días los boniatos y las diminutas
papas hervidas o el indigesto pan de
centeno y las alubias picadas que
cocinaba en una lata, nuestra olla, y que a
veces le fiaba a regañadientes o a gritos,
para humillarla, el tendero camisa vieja del
almacén de la esquina.
Tenía treinta y pocos años y
aparentaba cincuenta y llegaba, como
digo, flaca y demacrada y a pesar de todo
siempre tenía una sonrisa, un mimo o
caricia para mí.
Vivíamos en una habitación de techo bajo,
a una sola agua, de teja renegrida y cielo
raso de cañizo, un cuarto único con mesa y
u n p a r d e
sillas de enea, dos camastros con lecho de hojas de maíz, fogón de piedra en el suelo de tierra,
a base de carbón barato de retama, la tinaja con agua en un rincón, una palangana de loza para
el aseo y un ventanuco estrecho por donde entraba algo de claridad. Detrás, en unos metros
ganados a un arroyo seco teníamos, por llamarlo de alguna forma, un miajín de huerto, un
cuadrado de tierra pedriza que los vencedores no nos llegaron a expoliar y donde, a la sombra
raquítica de un granado y un membrillero hambreaban, atónitas, un par de gallinas, unas pitas
sureñas que yo vigilaba para que no las robaran y para cogerles, cual patético recovero, muy de
vez en cuando, el huevo menudo que soltaban. En aquel nuestro muy modesto hogar, a la luz
de un cabo de vela, aprendí los números y los rudimentos de las cuatro letras.
Robándole horas al sueño y al cansancio, tras recoger la humilde cena, puesto que
nunca nos acostábamos a diente, mi madre pasaba el trapo húmedo por el hule y colocaba con
cuidado y casi veneración, ante mí, aquella vieja cartilla escolar, medio rota y desvencijada,
que había pasado como un tesoro de generación en generación y en ella me daba la lección,
cual dómine, muy seria, con su maestría torpe y voluntariosa.
Luego, a solas en las tardes de canícula implacable, en las que el mundo dormía la siesta o
reventaba al sol, repasaba las clases, dibujando laboriosamente en un pizarrín las vocales,
oyendo afuera el monótono concierto de chicharras y asomándome de vez en cuando por el
ventanuco para, entornando los ojos, ver la reverberación de la luz intensa en las casas
caleadas que, a esas horas de bochorno, entre remolinos de polvo, parecían servir a la gente,
más que nunca, de cubiles umbrosos o madrigueras.
Y en aquel hogar y aquellas noches, también, algunas veces, ensimismada, me
contaba sucesos de la guerra, historias de las luchas y las huelgas de los braceros y
trabajadores del campo mientras ante un trozo de espejo se rapaba el pelo que le venía
creciendo, para no darles el gusto a los fascistas, decía viéndose las lágrimas duras que le
bajaban lentamente por las mejillas.
Porque de vez en cuando la detenían, la vejaban en el cuartelillo, la pelaban al cero y
le daban aceite de ricino, llamándola puta no solo por el simple hecho de haber sido esposa de
un dirigente campesino, sino por negarse con dignidad y valentía a bordar yugos y flechas en
los trajecitos de Falange, como hacían tantas, por voluntad propia u obligadas si no querían
verse paseadas por las calles, con un lacito ridículo sobre la mollera monda, en procesión ante
las risotadas y burlas de las gentes que les tiraban inmundicias o les batían palmas.
Y era ella, mi madre, supe entonces, la responsable de que sobre el lugar donde
estaba la fosa aparecieran flores cuando, jugándosela, dejaba caer al suelo con disimulo
algunas rosas o claveles del espléndido ramo que la pudiente le había dado para que las
repusiera en el marmóreo panteón familiar. Y esas flores escandalosas en el suelo no las
tocaba nadie, sólo las botas de “los civiles”, cuando la pareja o brigadilla se daba cuenta,
pisoteándolas y apartándolas rabiosamente a patadas.
Y fue una de esas noches de confidencias en voz muy baja, ya que las paredes oían,
mientras me pasaba por el cabello la lendrera, cuando ideó de pronto el plan, ante mi asombro y
admiración.
Y mi colaboración, porque dejé por unos días de jugar con los tristes guitos, aquellos
huesos de albaricoque, y en un par de tardes, trabajándolas a la sombra de una higuera
chumba, tuve preparadas las canicas de arcilla, tras redondearlas entre las palmas de las
manos y secarlas y endurecerlas al sol.
Para entonces ya mi madre había conseguido entrar en el galpón del jardín, detrás de
la casona donde a veces, como he dicho, fregaba y enceraba de hinojos los suelos y lustraba la
plata, tarareando sin ganas canciones para no dar pena a los señoritos. Allí, simulando buscar
las tijeras de poda con las que cortaba las flores, nerviosa ante el zureo de las palomas en los
jaulones, había escogido de los casilleros, uno a uno para no levantar sospechas, los de mejor
aspecto. Ella no entendía pero, me aseguraba, los elegía con el corazón y eso era suficiente
para confiar.
Era la primera vez en su vida, me decía inquieta, preocupada porque resultara mala
enseñanza para mí, que había sustraído algo pero el motivo bien lo merecía y además, no
había otras maneras de hacerlo.
La cosa es que, con enorme precaución, cuando tuvo más de una docena los trajo a
casa, los puso sobre nuestra vieja mesa y noche tras noche las mirábamos, imaginándoles
formas y colores. Entonces, un día, guardándolas en mis bolsillos, entré yo en acción. Y mi gran
amigo Juancho, otro huérfano de padre republicano que, zanquilargo y circunspecto, con su
sempiterna mansedumbre, su fragilidad y sus pupas en la cabeza, asintió a cooperar.
Mi inseparable Juancho, con el que buscaba nidos y palmas y caracoles en los postes
y pinchones de la cercas y con el compartía las horas muertas y la miseria con una fraternidad
de mendigos y que falleció poco después de tisis, al poco tiempo de empezar a trabajar de
gañán en una yunta de mulas, él, que tenía menos carnes y fuerza que un jilguero y cuyos
pantalones recosidos los llevaba prácticamente colgado de los huesos de la cadera. Murió una
tarde de junio y lo enterraron, por deseo de su tía, con un gran escapulario atado al cuello y
envuelto en un saco a falta de ataúd, dejando ya para siempre de soñar que sería torero o
militar audaz, matador o soldado que en cualquier caso, no llevaría un capote o un arma, sino
una hogaza de miga colgada del hombro, en un zurrón, para disponer de ella cuando quisiera,
sola o acompañando una tableta entera de chocolate o un buen arenque, como solía afirmar
burlándose de sí mismo, casi salivando de gusa, cuando hablábamos de las cosas con las que
fantaseábamos o que, como el mar, al parecer existían en el mundo.
Y como digo, cuando nos arremangamos fue una mañana, un domingo, tras ver pasar
escondidos en una casapuerta a la moza de ánimas, la muchacha enclenque que hacía sonar
la campanilla, recitando maquinal su letanía y que, como una aparición, tanta espeluzno nos
daba: “Un padre nuestro y un avemaría por los que están en pecado mortal, para que Dios los
libre de tan miserable estado”...
La vimos alejarse y salimos, saltando los regatos de agua cochambrosa y esquivando
los cerdos de la piara de Don Antonio, que el Mocho llevaba a hozar montado en un jumento con
mataduras cuyo vientre, entre ventosidades, se desbarataba cada tantos metros, borracho
como siempre y que, sucio, casi embetunado de mugre, venía de dormir entre ellos en la
zahúrda, como un puerco más, me temo que haciendo suyo aquello de a mala cama colchón de
vino.
Corríamos por las callejuelas angostas, de resbalosos cantos rodados, hasta a dar a
la plaza, denominada, como todas, del Caudillo, en cuyo centro una cruz de hierro forjado
alababa a José Antonio y a los mártires caídos "en la gloriosa Cruzada, por Dios y por España" y
donde mujeres aviejadas, de riguroso luto y velos, con un banquillo en una mano para sentarse
a escuchar el sermón y en la otra un libro de misa resobado, abultado de estampas de santos,
bisbiseaban corcovadas camino de la sobria y sucinta iglesia y luego seguíamos por el cuartel
de la Guardia Civil, una casa de dos plantas, balcón corrido y torre, la única de cierta prestancia,
que hacía también funciones de ayuntamiento y lucía un enorme “Todo por la patria” sobre la
puerta de entrada, y donde un número de plantón, con bigote, ametrallador y barbuquejo,
parecía custodiar las latas con geranios palitrocados de la fachada, pintadas de mala manera
de rojo y gualda.
Pasábamos a su lado y veíamos cómo, mirándonos, enarcaba las cejas, con la mala
leche congénita y el sexto sentido que tenían para, como los perros, oler el nerviosismo y el
miedo. Y no nos quitaba ojo, pensativo, desconfiando como si temiera de nosotros no ya unas
morisquetas, sino un tiro vengativo e imaginario, hasta que por fin nos perdía de vista y
muequeaba nervioso y escupía a un lado, impaciente, deseando, como mínimo, meternos
algún día en vereda. Llegábamos entonces a las afueras, por llamar de alguna forma la linde
rotunda del pueblo y el campo y a un tiro de piedra de las estilizadas figuras de los cipreses
acabábamos la carrera y jadeantes nos acercábamos despacio al cementerio, a la tapia donde
yo sacaba la pequeña talega con las canicas, que llevaba atada a la cintura, al cordel que me
servía de correa, y nos la repartíamos para arrodillarnos en el suelo y escarbar los hoyuelos
mientras en lo más alto un carroñero planeaba ya lentamente, en círculos.
Rascaba el barro duro, arañándolo con mi navaja herrumbrosa y luego con la mano,
sacando la tierra, y entonces los granos de arena se me quedaban en las uñas, renegriéndolas,
y me las miraba emocionado e inquieto, sintiendo en las sienes los latidos del corazón, como si
en ellas me llevara conmigo partículas de mi padre.
Comenzamos así jugando en la esquina, junto a la cancela mohosa desde donde
veíamos los nichos, las tumbas que nos conocíamos de memoria, y por supuesto a sus
ocupantes, porque fueron en aquellas lápidas donde yo, ante el silencio embobado de mi
amigo, cuyos ojillos en su rostro verdoso me observaban con arrobo, practicaba las lecciones
de lectura, deletreando, señalando las letras con un palito, los nombres y apellidos de los
finados. Era mi "libro" particular, igual que las fechas de nacimiento y defunción cinceladas en
el mármol o el cemento me servían como "cuentas", ejercicios donde practicar sumas y restas,
calculando de paso el tiempo que los allí sepultados habían vivido. Juancho, el pobre, cuyas
nociones matemáticas se basaban en dos simples conceptos, mucho o poco, me miraba
trabajar laboriosamente la sustracción, contando con los dedos, y cuando me veía sonreír
preguntaba, entre tos y tos, invariablemente ¿cuánto?. Y entonces yo le informaba, vivió diez,
treinta y uno, sesenta y tres....y el sonreía, orgulloso de nuestra sapiencia, limpiándose con la
manga sucia los mocos.
Pero esa vez no empujamos la pesada verja, que nunca estaba cerrada con el cerrojo
sino que nos quedamos fuera, “jugando” a los bolindres. De esta suerte, poco a poco, fuimos
recorriendo toda la línea del muro, husmeados con desconfianza por Canelo, que de vez en
cuando, venteando, ladraba sin mucha convicción, vagamente alarmado, intuyendo que algo
anormal o extraño sucedía. La misión fue pues cumpliéndose en varios días, siempre de
manera fugaz puesto que nunca demorábamos en el mismo sitio, apenas unos minutos
acuclillados o gateando en el suelo, haciendo rodar las bolas a los hoyitos que escarbábamos,
antes de taparlos e incorporarnos y, culos de mal asiento, levantar el vuelo para volver a
agacharnos , un par de met ros más adelante y vol ver a empezar.
Y todo salió según lo planeado.
Era finales de un otoño lánguido y amarillento, extrañamente cálido. Los labriegos
hablaban de sequía, miraban el cielo sentados en el poyo de la taberna, buchando vino o mano
sobre mano, temiendo por la siembra de unas tierras que ni siquiera era suyas, que tomaban en
arriendo a los cortijeros y que además de mantenerlas limpias y acondicionadas debían dar
una buena parte de lo cosechado a los arrendatarios.
Así pasaron las semanas hasta que de un día a otro se encapotó el cielo y llegaron por
el sur los nubarrones y el agua tan esperada. Aquel invierno no lo olvidaré jamás, porque lo
pasamos, casi hora a hora, esperando su término, el fin de unos meses que transcurrieron
plomizos y lentos, fríos y goteantes. Fueron muchas las noches, al calor del brasero, en las que
mi madre, como he referido, relataba historias de la guerra y vivencias de su niñez, allá en la
remota aldea serrana donde había nacido y se había criado, casi de puro milagro, puesto que
los rorros y niños, sin apenas leche e hinchados por la falta de proteína morían como moscas y
donde, por ejemplo, el pan, me contaba, era un producto de consumo tan infrecuente que
cuando se conseguía un cacho se solía guardar, incluso las migajas, para usarlo
asombrosamente como medicina…
Y con aquellos testimonios terribles me acostaba y a oscuras en el catre oía el
aguacero, los truenos luctuosos y visualizaba e imaginaba en esos momentos el paredón, la
tapia allí sola, en la negrura, vertical y chorreante y la tierra a su alrededor, encharcada,
embebiendo y tragando el agua hasta empapar los huesos y ahogar las bocas abiertas,
desencajadas, de las calaveras. Cerraba los ojos y trataba de dormir y balbuceaba palabras,
como si quisiera engañarme a mi mismo y sin saber orar, fingiera rezos para darme ánimos y
vencer un miedo impreciso y así noche tras noche, hasta que llegó la mañana en que amaneció
de otra forma, con otro olor y una luz más cálida. La primavera comenzaba briosa a aflorar por
los campos, celebrándola con sus agudos gritos los primeros vencejos. El buen tiempo fue
sucediendo entonces con sus templanzas y sus cielos azules y una mañana se oyó en el
pueblo un rumor diferente, pasos que no se deslizaban, que andaban pisando con menos
temor, algunas sonrisas tímidas asomando en las caras, transformando las muecas, como
recién estrenadas en los corros fugaces de los vecinos, de los campesinos que extrañamente
no hablaban ya solamente con los ojos acobardados sino, novedosamente, con alguna palabra
fresca, apenas cuchicheada, casi sin recelo, y que no tomaban el sendero, sino el camino, para
alegrarse definitivamente la vista y los corazones con los jacintos, con los narcisos, con los
tulipanes de los bulbos que habíamos enterrado en los hoyos de las canicas, fingiendo jugar, y
que habían germinado y brotado entre los hierbajos y jaramagos, alrededor de la fosa y a lo
largo de toda la pared maldita del cementerio.


Lucía Sócam participó el pasado Viernes, 28 de OCtubre de 2011, en las Jornadas de memoria Histórica y Derechos Humanos celebradas en el Rectorado de la UNIA (Sevilla), estando organizado por la Asociación de Memoria Histórica y Justicia de Andalucía. Una vez más, la voz de nuestra compañera se hace imprescindible en unas jornadas  memorialistas interpretando la canción "Por qué cantamos" del poeta Mario Benedetti versionando de forma magistral la melodía de Nacha Guevara en homenaje al Juez Baltasar Garzón.






COMIENZA la SEGUNDA TEMPORADA "VERDADES ESCONDIDAS"
Homenaje a los Andaluces que lucharon por nuestras libertades y los que fueron exiliados en Cornellá de Llobregat. Nuestra compañera, Lucía Sócam, fue invitada a interpretar sus Verdades Escondidas, quedando el público boquiabierto al escuchar esas historias, ese sentimiento a través de Lucía.

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