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LAS FLORES DE LA MEMORIA

Domingo López (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz)

Los sacaron a culatazos de las casas, de madrugada, y tras reunirlos en la plaza, los
llevaron en fila, andando con las manos en la nuca, y los fusilaron y enterraron allí mismo, como
animales, unos sobre otros, junto a la pared del cementerio.
Sucedió principiando el mes de agosto y en aquella batida cayeron casi todos los
hombres jóvenes, los que aún no estaban movilizados, y algunos viejos, entre ellos Don
Cipriano, el maestro y una muchacha, Maru la del Londa, que mataron, estaba ya de cinco
meses, embarazada y todo. Crímenes así sucedieron también en los pueblos vecinos y los
pocos que se salvaron se echaron al monte, perseguidos como alimañas, para incorporarse a
la guerrilla o para bajar semanas después, hambrientos y muertos de miedo, y entregarse para
ser tiroteados por la espalda y a quemarropa en cualquier trocha o cuneta apartada,
aplicándoles la tristemente famosa “Ley de fugas” o con bastante suerte, para pudrirse entre
chinches en cualquier presidio. A partir de aquel verano atroz y sangriento, en el que las
mieses, por falta de mano de obra, se quedaron sin segar, la vida en el pueblo, apenas unas
docenas de casas bajas y enjalbegadas, apelotonadas en una hondonada entre cerros de
olivos, encinas y jaras, quedó durante mucho tiempo en suspenso, como sobrecogido y con la
respiración contenida. Y aunque desde aquella matanza ya habían pasados los años, aún
seguía la Guardia Civil, disimuladamente, vigilando las cercanías del camposanto, el lugar
donde habían llevado a cabo las cruentas ejecuciones y donde estaba la fosa común.
Bastaba que alguien merodeara sin rumbo por las inmediaciones del muro funesto
para que aparecieran y con su presencia siniestra, capotes al viento y fusiles en ristre,
disuadieran hasta a los chuchos que deambulaban ansiosos por el muladar contiguo, entre
ellos mi Canelo, el viejo raposero esquelético, con el lomo en arco y las ancas caídas, que me
lamía las manos y la cara y que me acompañaba a todos lados, faldero, con su mirar sufriente.
Allí, junto al cañaveral y las zarzamoras espinosas, entre los escombros y basuras,
casi igual de pulgosos y famélicos que los canes bravíos nos entreteníamos en nuestros
escasos ratos libres los niños pobres, los hijos de los muertos, desaparecidos y represaliados,
jugando al potreo o la pelota con balones de trapos atados con una guita o con esparto o
también, por qué no decirlo, hurgando con un palo entre los residuos en busca, no ya de
alacranes o culebras, sino de algo que pudiera venderse o aprovecharse o incluso, para los
más menesterosos, que fuese deglutible.
Si había suerte, quizás encontraban un trozo de caña o raíz dulce o algarrobas o,
proveniente de la casa del párroco, el manjar exótico de unas cáscaras de sandía o las mondas
de unas naranjas que el afortunado lengüeteaba o masticaba sin melindre, casi ronroneando
de gusto, mientras los otros, expectantes, lo miraban con aprensión o deleite por si moría al
instante o por si engordaba felizmente de pronto. Eran los calamitosos años del hambre, en las
casas lo único que sobraban eran bocas abiertas a engollipar y cualquier cosa podía servir
para atorarlas y llenar el estómago, fueran vegetales en forma de higos chumbos, que
hinchaban la tripa o almortas para puré o cardos y alcaparrones aporcados o bien de carne, en
forma de lagartos o gatos, estos últimos, casi pasando por sabroso conejo, incluso llegaron a
desaparecer por completo, consistiendo su preparación en quitarles el chero, colgándolos
desollados al relente durante la noche, y que los niños colaboraban cazando, como pequeños
primitivos, armados con lazos, estacas y piedras.
Los mismos chiquillos que, renegridos y desastrados, éramos tan conscientes de ser,
definitiva y para siempre, los perdedores, los niños esmirriados y astrosos, con silencios y
miradas de adultos que tratábamos únicamente de subsistir y capeábamos la penuria y la
exclusión con resignación y entereza, que mordisqueábamos al sol un pingo de tocino o un
trozo fabuloso de torta de maíz con fruición de ratones, que usábamos enormes pantalones de
difuntos, parcheados y de perniles cortados, con remiendos, sujetos a la exigua cintura con una
cuerda y trabajábamos, cuando había faenas, en lo que saliera, en el campo casi siempre,
como hombres, no ya desde mocitos sino casi desde que nos salían los dientes.
Trabajos que en mi caso fue, la mayoría de las veces, de cabrero, porque mi madre no
quería verme eslomado como un destripaterrones en la escarda, la aceituna o la viña, de sol a
sol, entretanto hubiera luz, por un puñado de miserable calderilla. Así que en ocasiones me
hacía responsable de las cabras del Eulogio, el arriero, un pariente lejano de mi padre con el
que ya había andado de zagal y que me las dejaba a mi cargo cuando, en sus tratos y
chanchullos de estraperlo, bajaba con su reata a la ciudad. El rebaño no era muy numeroso y
enseguida aprendí a pastorearlas, azuzando al mastín y disparando la honda contra los tordos
agoreros y los chivos barbudos y cenicientos que se rezagaban o contra el cabrón berreante
que, terco y querencioso, intentaba cubrir alguna cabra andosca, de aquellas murcianas de
grandes ubres. Con el cayado y el morral subía y bajaba lomas, andorreaba por barbecheras y
llanadas mostrencas dejando un rastro de sirle, las llevaba a abrevar a los pilones y mientras
ramoneaban en el acebuchal ,me abstraía pensando en nada con el sonar parsimonioso de los
esquilones, observado quizás por algún milano que se cernía sobre mí, en el cielo, casi inmóvil.
A veces me acompañaban algunos amigos y después de encerrar los animales en el
redil, ya de tarde, aprovechábamos la luz del día que se resistía a agonizar y trotábamos, entre
murciélagos que revoloteaban en el aire aún caliente, en busca de algún juego, siempre los
mismos porque no había mucho donde elegir, a saltar a pídola generalmente por ser simple y
socorrido o a "hacer música" soplando las vainas de las cebollas silvestres o bien nos íbamos a
tirarle piedras de a puño a los avisperos e incluso nos acercábamos hasta el ejido, allá donde
abandonaban a los burros inútiles y viejos, mientras a lo lejos ardían aún las rastrojeras, para
sentarnos un rato, simplemente, a verlos morir entre moscas, dentelleándose de hambre, unos
a otros, las crines y los rabos.
Y éramos nosotros, aquellos mocosos que sobrevivíamos casi por inercia o puro
instinto, los únicos que a veces, en nuestra supuesta inocencia, "jugando" también, nos
acercábamos corriendo hasta la tapia y como buscando en ella lagartijas, aprovechábamos
para tocar con los dedos los orificios de balas en la vieja argamasa, tanteándolos casi sin
detenernos, con prevención y miedo, como si rozáramos de refilón la piel de un cadáver. Y
aunque hablo en plural, porque siempre íbamos seis o siete arrapiezos, yo nunca llegué a
extender la mano hacia la cal para sentir aquel, referían, escalofrío eléctrico, no me atreví o no
quise, por despecho, porque tampoco llegué nunca a tocar a mi padre, cuyo cuerpo acribillado
estaba enterrado en aquella tierra, bajo mis pies descalzos.
Yo no llegué a conocerlo, aunque lo veía no una sino muchas veces, muchas noches,
cuando mi madre sacaba aquella pequeña carpetilla de cartón ajado, sujeta con una goma
deshilachada, y la abría con parsimonia y los ojos brillantes y me mostraba el papel fotográfico,
el retrato donde aparecía el rostro, en un sepia borroso, de un hombre joven, moreno ,de
mirada furtiva, raya al lado y levísima sonrisa, así que lo que sabía de él me lo había contado
ella.
Y mi madre fue también la que me habló del sitio exacto donde estaba la fosa, uno de
los muchos enterramientos clandestinos, sin levantamiento de cadáveres por parte de ningún
tipo de autoridad, que hubo por la comarca y por toda la provincia. Y al parecer, los asesinos no
sudaron precisamente en ella. La cavaron los propios detenidos, antes de ser pasados por las
armas y antes de que un cura de estola morada, junto a un automóvil con los faros encendidos,
bisbiseara en latín rutinarias plegarias de misericordia y dibujara con una mano lánguida, casi a
modo de orden para la fusileros, impasible, una bendición tan sentenciadora como inútil.
Y fue el rengo Pachín, el barbero, aterrado, quién paleó la tierra dándoles sepultura.
Lo reconocería delante de una grabadora, cincuenta y dos años después y como el único
testigo vivo, temblando todavía de canguelo e implorando al periodista que por amor de dios no
mencionara su dirección ni su nombre. Y tampoco, con las prisas, el odio y el desprecio, los
falangistas se preocuparon de que el hoyo fuera profundo. Alguna que otra vez, tras las
impetuosas lluvias, las corrientes de las aguas que bajaba de los montes desbordaba la cuneta
y llevándose la arena habían asomado restos humanos, viéndose incluso algún que otro perro,
de los muchos que como he apuntado campeaban hambrientos, con una tibia o los huesos de
una mano colgándole de la boca mientras los lugareños, ante los aullidos y las peleas rabiosas
por el despojo, se escondían horrorizados en sus casas. Y el consistorio, con la excusa de
prevenir los anegamientos y mejorar el acceso al municipio organizaba regularmente una
cuadrilla de peones foráneos para rellenar el lugar con grava de río y piedras, acarreadas en
serones de mulos burreños, algo que no consiguió impedir, aunque las apelmazaron con
mazas, que la hierba siguiera creciendo con brío, verde y sana, y aún así nadie la cortara para
sus bestias. Porque aquellos metros de tierra ensangrentada y aquel muro fue siempre evitado
por todos.
El pequeño cementerio estaba a la salida del pueblo, junto al camino, casi una recta
tirada a cordel, que conducía a la Venta del Hinojo y a los trigales del llano, a los campos de
vides y olivos y la tapia corría paralela al mismo. Los jornaleros, con sus rostros arrugados e
inexpresivos, con su silencio hosco y sus azadas y guadañas al hombro, no pasaban nunca por
ese lado, lo evitaban a modo de silenciosa e inaudita protesta, dando un significativo rodeo
para ir andando a la peonada, que a veces quedaba a una decena de kilómetros, creando así,
con el paso diario de sus alpargatas rotas, un sendero nuevo que fue utilizado también por el
resto de aldeanos y las recuas. Pero con la excusa de no sé qué demarcación aquel sendero
fue alambrado. Y la alambrada fue rodeada de nuevo y hubieran tenido que cercar medio
mundo para obligarlos a agachar la cabeza aún más y pasar como si tal cosa ante la tapia. Así
que solo nosotros, los niños, solíamos corretear despreocupadamente por la zona y las
autoridades franquistas, siempre pendientes del menor movimiento extraño, poco a poco
fueron haciendo la vista gorda y aunque se nos vigilaba de reojo, como retoños de rojos,
probablemente vieran aquello como una vuelta progresiva e inevitable a la normalidad, un
pasar la hoja de un pasado tan reciente como bárbaro.
Pero no todos los chicos eran, con sus rodillas con roña y su triste desamparo,
supuestamente, tan cándidos como parecían. Había algunos que fingían serlo ya que estaban
al tanto de todo lo sucedido, del despiadado asesinato de sus familiares. Y entre esos pocos
estaba yo, porque mi madre había tratado siempre de que lo supiera todo.
Aparecía la pobre al atardecer, con su pañuelo negro cubriendo la cabeza, después
de llevarse todo el día limpiando, por cuatro gordas y mal nutrida, la casa de una de las
haciendas. Me abrazaba entonces, me llenaba los churretes de la cara de besos y enseguida
me enseñaba la cuerna de aceite o un
buen pellizco de telera o unos roídos
huesos de jamón, envueltos en papel de
estraza, para animar a la lumbre un
sopicaldo o pucherillo que, apiadándose
de nosotros, le solía dar a escondidas la
anciana cocinera del cortijo, la buena
mujer. De esta manera dejábamos por
unos días los boniatos y las diminutas
papas hervidas o el indigesto pan de
centeno y las alubias picadas que
cocinaba en una lata, nuestra olla, y que a
veces le fiaba a regañadientes o a gritos,
para humillarla, el tendero camisa vieja del
almacén de la esquina.
Tenía treinta y pocos años y
aparentaba cincuenta y llegaba, como
digo, flaca y demacrada y a pesar de todo
siempre tenía una sonrisa, un mimo o
caricia para mí.
Vivíamos en una habitación de techo bajo,
a una sola agua, de teja renegrida y cielo
raso de cañizo, un cuarto único con mesa y
u n p a r d e
sillas de enea, dos camastros con lecho de hojas de maíz, fogón de piedra en el suelo de tierra,
a base de carbón barato de retama, la tinaja con agua en un rincón, una palangana de loza para
el aseo y un ventanuco estrecho por donde entraba algo de claridad. Detrás, en unos metros
ganados a un arroyo seco teníamos, por llamarlo de alguna forma, un miajín de huerto, un
cuadrado de tierra pedriza que los vencedores no nos llegaron a expoliar y donde, a la sombra
raquítica de un granado y un membrillero hambreaban, atónitas, un par de gallinas, unas pitas
sureñas que yo vigilaba para que no las robaran y para cogerles, cual patético recovero, muy de
vez en cuando, el huevo menudo que soltaban. En aquel nuestro muy modesto hogar, a la luz
de un cabo de vela, aprendí los números y los rudimentos de las cuatro letras.
Robándole horas al sueño y al cansancio, tras recoger la humilde cena, puesto que
nunca nos acostábamos a diente, mi madre pasaba el trapo húmedo por el hule y colocaba con
cuidado y casi veneración, ante mí, aquella vieja cartilla escolar, medio rota y desvencijada,
que había pasado como un tesoro de generación en generación y en ella me daba la lección,
cual dómine, muy seria, con su maestría torpe y voluntariosa.
Luego, a solas en las tardes de canícula implacable, en las que el mundo dormía la siesta o
reventaba al sol, repasaba las clases, dibujando laboriosamente en un pizarrín las vocales,
oyendo afuera el monótono concierto de chicharras y asomándome de vez en cuando por el
ventanuco para, entornando los ojos, ver la reverberación de la luz intensa en las casas
caleadas que, a esas horas de bochorno, entre remolinos de polvo, parecían servir a la gente,
más que nunca, de cubiles umbrosos o madrigueras.
Y en aquel hogar y aquellas noches, también, algunas veces, ensimismada, me
contaba sucesos de la guerra, historias de las luchas y las huelgas de los braceros y
trabajadores del campo mientras ante un trozo de espejo se rapaba el pelo que le venía
creciendo, para no darles el gusto a los fascistas, decía viéndose las lágrimas duras que le
bajaban lentamente por las mejillas.
Porque de vez en cuando la detenían, la vejaban en el cuartelillo, la pelaban al cero y
le daban aceite de ricino, llamándola puta no solo por el simple hecho de haber sido esposa de
un dirigente campesino, sino por negarse con dignidad y valentía a bordar yugos y flechas en
los trajecitos de Falange, como hacían tantas, por voluntad propia u obligadas si no querían
verse paseadas por las calles, con un lacito ridículo sobre la mollera monda, en procesión ante
las risotadas y burlas de las gentes que les tiraban inmundicias o les batían palmas.
Y era ella, mi madre, supe entonces, la responsable de que sobre el lugar donde
estaba la fosa aparecieran flores cuando, jugándosela, dejaba caer al suelo con disimulo
algunas rosas o claveles del espléndido ramo que la pudiente le había dado para que las
repusiera en el marmóreo panteón familiar. Y esas flores escandalosas en el suelo no las
tocaba nadie, sólo las botas de “los civiles”, cuando la pareja o brigadilla se daba cuenta,
pisoteándolas y apartándolas rabiosamente a patadas.
Y fue una de esas noches de confidencias en voz muy baja, ya que las paredes oían,
mientras me pasaba por el cabello la lendrera, cuando ideó de pronto el plan, ante mi asombro y
admiración.
Y mi colaboración, porque dejé por unos días de jugar con los tristes guitos, aquellos
huesos de albaricoque, y en un par de tardes, trabajándolas a la sombra de una higuera
chumba, tuve preparadas las canicas de arcilla, tras redondearlas entre las palmas de las
manos y secarlas y endurecerlas al sol.
Para entonces ya mi madre había conseguido entrar en el galpón del jardín, detrás de
la casona donde a veces, como he dicho, fregaba y enceraba de hinojos los suelos y lustraba la
plata, tarareando sin ganas canciones para no dar pena a los señoritos. Allí, simulando buscar
las tijeras de poda con las que cortaba las flores, nerviosa ante el zureo de las palomas en los
jaulones, había escogido de los casilleros, uno a uno para no levantar sospechas, los de mejor
aspecto. Ella no entendía pero, me aseguraba, los elegía con el corazón y eso era suficiente
para confiar.
Era la primera vez en su vida, me decía inquieta, preocupada porque resultara mala
enseñanza para mí, que había sustraído algo pero el motivo bien lo merecía y además, no
había otras maneras de hacerlo.
La cosa es que, con enorme precaución, cuando tuvo más de una docena los trajo a
casa, los puso sobre nuestra vieja mesa y noche tras noche las mirábamos, imaginándoles
formas y colores. Entonces, un día, guardándolas en mis bolsillos, entré yo en acción. Y mi gran
amigo Juancho, otro huérfano de padre republicano que, zanquilargo y circunspecto, con su
sempiterna mansedumbre, su fragilidad y sus pupas en la cabeza, asintió a cooperar.
Mi inseparable Juancho, con el que buscaba nidos y palmas y caracoles en los postes
y pinchones de la cercas y con el compartía las horas muertas y la miseria con una fraternidad
de mendigos y que falleció poco después de tisis, al poco tiempo de empezar a trabajar de
gañán en una yunta de mulas, él, que tenía menos carnes y fuerza que un jilguero y cuyos
pantalones recosidos los llevaba prácticamente colgado de los huesos de la cadera. Murió una
tarde de junio y lo enterraron, por deseo de su tía, con un gran escapulario atado al cuello y
envuelto en un saco a falta de ataúd, dejando ya para siempre de soñar que sería torero o
militar audaz, matador o soldado que en cualquier caso, no llevaría un capote o un arma, sino
una hogaza de miga colgada del hombro, en un zurrón, para disponer de ella cuando quisiera,
sola o acompañando una tableta entera de chocolate o un buen arenque, como solía afirmar
burlándose de sí mismo, casi salivando de gusa, cuando hablábamos de las cosas con las que
fantaseábamos o que, como el mar, al parecer existían en el mundo.
Y como digo, cuando nos arremangamos fue una mañana, un domingo, tras ver pasar
escondidos en una casapuerta a la moza de ánimas, la muchacha enclenque que hacía sonar
la campanilla, recitando maquinal su letanía y que, como una aparición, tanta espeluzno nos
daba: “Un padre nuestro y un avemaría por los que están en pecado mortal, para que Dios los
libre de tan miserable estado”...
La vimos alejarse y salimos, saltando los regatos de agua cochambrosa y esquivando
los cerdos de la piara de Don Antonio, que el Mocho llevaba a hozar montado en un jumento con
mataduras cuyo vientre, entre ventosidades, se desbarataba cada tantos metros, borracho
como siempre y que, sucio, casi embetunado de mugre, venía de dormir entre ellos en la
zahúrda, como un puerco más, me temo que haciendo suyo aquello de a mala cama colchón de
vino.
Corríamos por las callejuelas angostas, de resbalosos cantos rodados, hasta a dar a
la plaza, denominada, como todas, del Caudillo, en cuyo centro una cruz de hierro forjado
alababa a José Antonio y a los mártires caídos "en la gloriosa Cruzada, por Dios y por España" y
donde mujeres aviejadas, de riguroso luto y velos, con un banquillo en una mano para sentarse
a escuchar el sermón y en la otra un libro de misa resobado, abultado de estampas de santos,
bisbiseaban corcovadas camino de la sobria y sucinta iglesia y luego seguíamos por el cuartel
de la Guardia Civil, una casa de dos plantas, balcón corrido y torre, la única de cierta prestancia,
que hacía también funciones de ayuntamiento y lucía un enorme “Todo por la patria” sobre la
puerta de entrada, y donde un número de plantón, con bigote, ametrallador y barbuquejo,
parecía custodiar las latas con geranios palitrocados de la fachada, pintadas de mala manera
de rojo y gualda.
Pasábamos a su lado y veíamos cómo, mirándonos, enarcaba las cejas, con la mala
leche congénita y el sexto sentido que tenían para, como los perros, oler el nerviosismo y el
miedo. Y no nos quitaba ojo, pensativo, desconfiando como si temiera de nosotros no ya unas
morisquetas, sino un tiro vengativo e imaginario, hasta que por fin nos perdía de vista y
muequeaba nervioso y escupía a un lado, impaciente, deseando, como mínimo, meternos
algún día en vereda. Llegábamos entonces a las afueras, por llamar de alguna forma la linde
rotunda del pueblo y el campo y a un tiro de piedra de las estilizadas figuras de los cipreses
acabábamos la carrera y jadeantes nos acercábamos despacio al cementerio, a la tapia donde
yo sacaba la pequeña talega con las canicas, que llevaba atada a la cintura, al cordel que me
servía de correa, y nos la repartíamos para arrodillarnos en el suelo y escarbar los hoyuelos
mientras en lo más alto un carroñero planeaba ya lentamente, en círculos.
Rascaba el barro duro, arañándolo con mi navaja herrumbrosa y luego con la mano,
sacando la tierra, y entonces los granos de arena se me quedaban en las uñas, renegriéndolas,
y me las miraba emocionado e inquieto, sintiendo en las sienes los latidos del corazón, como si
en ellas me llevara conmigo partículas de mi padre.
Comenzamos así jugando en la esquina, junto a la cancela mohosa desde donde
veíamos los nichos, las tumbas que nos conocíamos de memoria, y por supuesto a sus
ocupantes, porque fueron en aquellas lápidas donde yo, ante el silencio embobado de mi
amigo, cuyos ojillos en su rostro verdoso me observaban con arrobo, practicaba las lecciones
de lectura, deletreando, señalando las letras con un palito, los nombres y apellidos de los
finados. Era mi "libro" particular, igual que las fechas de nacimiento y defunción cinceladas en
el mármol o el cemento me servían como "cuentas", ejercicios donde practicar sumas y restas,
calculando de paso el tiempo que los allí sepultados habían vivido. Juancho, el pobre, cuyas
nociones matemáticas se basaban en dos simples conceptos, mucho o poco, me miraba
trabajar laboriosamente la sustracción, contando con los dedos, y cuando me veía sonreír
preguntaba, entre tos y tos, invariablemente ¿cuánto?. Y entonces yo le informaba, vivió diez,
treinta y uno, sesenta y tres....y el sonreía, orgulloso de nuestra sapiencia, limpiándose con la
manga sucia los mocos.
Pero esa vez no empujamos la pesada verja, que nunca estaba cerrada con el cerrojo
sino que nos quedamos fuera, “jugando” a los bolindres. De esta suerte, poco a poco, fuimos
recorriendo toda la línea del muro, husmeados con desconfianza por Canelo, que de vez en
cuando, venteando, ladraba sin mucha convicción, vagamente alarmado, intuyendo que algo
anormal o extraño sucedía. La misión fue pues cumpliéndose en varios días, siempre de
manera fugaz puesto que nunca demorábamos en el mismo sitio, apenas unos minutos
acuclillados o gateando en el suelo, haciendo rodar las bolas a los hoyitos que escarbábamos,
antes de taparlos e incorporarnos y, culos de mal asiento, levantar el vuelo para volver a
agacharnos , un par de met ros más adelante y vol ver a empezar.
Y todo salió según lo planeado.
Era finales de un otoño lánguido y amarillento, extrañamente cálido. Los labriegos
hablaban de sequía, miraban el cielo sentados en el poyo de la taberna, buchando vino o mano
sobre mano, temiendo por la siembra de unas tierras que ni siquiera era suyas, que tomaban en
arriendo a los cortijeros y que además de mantenerlas limpias y acondicionadas debían dar
una buena parte de lo cosechado a los arrendatarios.
Así pasaron las semanas hasta que de un día a otro se encapotó el cielo y llegaron por
el sur los nubarrones y el agua tan esperada. Aquel invierno no lo olvidaré jamás, porque lo
pasamos, casi hora a hora, esperando su término, el fin de unos meses que transcurrieron
plomizos y lentos, fríos y goteantes. Fueron muchas las noches, al calor del brasero, en las que
mi madre, como he referido, relataba historias de la guerra y vivencias de su niñez, allá en la
remota aldea serrana donde había nacido y se había criado, casi de puro milagro, puesto que
los rorros y niños, sin apenas leche e hinchados por la falta de proteína morían como moscas y
donde, por ejemplo, el pan, me contaba, era un producto de consumo tan infrecuente que
cuando se conseguía un cacho se solía guardar, incluso las migajas, para usarlo
asombrosamente como medicina…
Y con aquellos testimonios terribles me acostaba y a oscuras en el catre oía el
aguacero, los truenos luctuosos y visualizaba e imaginaba en esos momentos el paredón, la
tapia allí sola, en la negrura, vertical y chorreante y la tierra a su alrededor, encharcada,
embebiendo y tragando el agua hasta empapar los huesos y ahogar las bocas abiertas,
desencajadas, de las calaveras. Cerraba los ojos y trataba de dormir y balbuceaba palabras,
como si quisiera engañarme a mi mismo y sin saber orar, fingiera rezos para darme ánimos y
vencer un miedo impreciso y así noche tras noche, hasta que llegó la mañana en que amaneció
de otra forma, con otro olor y una luz más cálida. La primavera comenzaba briosa a aflorar por
los campos, celebrándola con sus agudos gritos los primeros vencejos. El buen tiempo fue
sucediendo entonces con sus templanzas y sus cielos azules y una mañana se oyó en el
pueblo un rumor diferente, pasos que no se deslizaban, que andaban pisando con menos
temor, algunas sonrisas tímidas asomando en las caras, transformando las muecas, como
recién estrenadas en los corros fugaces de los vecinos, de los campesinos que extrañamente
no hablaban ya solamente con los ojos acobardados sino, novedosamente, con alguna palabra
fresca, apenas cuchicheada, casi sin recelo, y que no tomaban el sendero, sino el camino, para
alegrarse definitivamente la vista y los corazones con los jacintos, con los narcisos, con los
tulipanes de los bulbos que habíamos enterrado en los hoyos de las canicas, fingiendo jugar, y
que habían germinado y brotado entre los hierbajos y jaramagos, alrededor de la fosa y a lo
largo de toda la pared maldita del cementerio.



Hace un par de meses, la Editorial Aguilar, mostró su interés por publicar nuestro libro HAY ALTERNATIVAS. Propuestas para crear empleo y bienestar en España, que nos prologó Noam Chomsky. Cuando ya se había concretado como fecha de publicación el libro el 19 de octubre y se había comenzado su promoción en la web de Aguilar y en librerías, los editores nos comunicaron que la empresa deseaba retrasarla sin otra explicación de por medio, lo que nos obligó lamentablemente a desestimar su publicación en esa editorial. Se confirmaba así lo difícil que resulta difundir en España, en los momentos en que son más necesarias que nunca -como ahora en periodo pre-electoral-, ideas alternativas al pensamiento único que predomina en el debate político y social.Hace un par de meses, la Editorial Aguilar, mostró su interés por publicar nuestro libro HAY ALTERNATIVAS. Propuestas para crear empleo y bienestar en España, que nos prologó Noam Chomsky.



Todo listo para desenterrar uno de los episodios más brutales de la Guerra Civil: la vejación y asesinato de 17 mujeres de Guillena (Sevilla) que fueron sepultadas en una fosa común en la localidad vecina de Gerena. Los indicios fueron hallados el pasado mes de febrero. Desde entonces, la asociación para la recuperación de la memoria histórica 19 Mujeres (dos de las represaliadas no fueron ejecutadas) ha cursado todos los permisos. Falta el traspaso de los 40.000 euros ya concedidos por la Junta de Andalucía.

La primera semana de octubre finalizó el periodo de alegaciones sin que se presentara ninguna, por lo que ya no queda trámite alguno, salvo el traspaso del dinero. "Al día siguiente de recibirlo, empezamos", afirmó ayer tajante Lucía Sócam, cantautora, miembro de la asociación memorialista y familia de Granada Hidalgo, una de las víctimas.
Sócam lamentó el retraso por lo duro que fue para muchos integrantes volver a enterrar los indicios hallados después de años de investigación. "No todo el mundo lo soporta", admitió. Por esta razón, 19 Mujeres comenzó desde ese momento a solicitar todos los permisos y licencias, así como dos ayudas: la de la Junta y una al Gobierno central de 8.000 euros, que ha sido denegada, aunque han recurrido. No obstante, su grupo está listo para completar todo el proceso, desde la exhumación hasta los análisis de ADN para identificar los cadáveres.
El hallazgo fue posible gracias al testimonio de José Domínguez Núñez, quien asistió a la ejecución de las mujeres cuando tenía ocho años. "Eran sobre las 10 de la mañana cuando sentimos los tiros, pero en vez de salir corriendo como los demás, nos subimos en unos olivos para ver qué ocurría allí dentro". Así comienza el relato recogido por el investigador José María García Márquez. "El Moña, cuando las mujeres trataban de esconderse en los nichos excavados en la tierra, las cogía por los pelos y las ponía para que las mataran (...). Todos tenían fusiles. Eran de la Falange. Eran 12 ó 13, dos o tres de ellos eran guardias civiles". La congruencia de este relato frente a los intentos de otros grupos por hacer creer que los restos ya fueron trasladados o negar el suceso ha permitido llegar hasta la próxima exhumación.
También son inminentes los trabajos en una finca de El Madroño, según informó Cecilio Gordillo, coordinador del grupo RMHSA de la Confederación General del Trabajo (CGT) y del proyecto Todos Los Nombres.
Esta base de datos, que es ya la mayor especializada en víctimas del franquismo, con 60.000 entradas, ha incorporado recientemente información de 317 guerrilleros, familiares y enlaces, muertos, asesinados, fusilados o ejecutados extrajudicialmente. La aportación ha sido posible gracias al historiador José María Azuaya Rico, quien ha dedicado a los maquis andaluces varios años de investigación en archivos y a través de testimonios de familiares y vecinos de los guerrilleros. Este trabajo, aún inédito, se espera que se publique próximamente.



La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica "19 Mujeres" de Guillena recibió en Girona  un galardón de la Asociación Catalana "Liberpress", por su trabajo en la recuperación de la memoria histórica y la búsqueda incansable de los restos de las 17 Rosas de Guillena asesinadas y enterradas en una fosa común en el Cementerio de Gerena (Sevilla).

La asociación 19 Mujeres de Guillena quiere agradecer a Liberpress este premio que nos otorgan y lo hacemos extensivo a todo el movimiento memorialista por su lucha por la Verdad, la Justicia y la Reparación.








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La derecha española y la Iglesia católica no han condenado el terrorismo

Artículo publicado por Vicenç Navarro en el diario digital EL PLURAL, 21 de febrero de 2011
El artículo critica el hecho de que ni la Iglesia Católica ni la derecha española han condenado el régimen dictatorial que gobernó España ni tampoco han apoyado a las víctimas del terror de aquel régimen, dificultando la recuperación de los cuerpos de los desaparecidos. El artículo contesta también la respuesta hostil de un dirigente del PP a mis críticas al comportamiento de la Iglesia católica durante la dictadura.
El día 6 de enero publiqué un artículo en Público titulado “La Iglesia contra Jesús”, en el que señalaba las enormes contradicciones que existían entre las enseñanzas de Jesús de Nazareth (que muestran un claro compromiso con los oprimidos y explotados), y las prácticas de la Iglesia Católica, (que ha sido siempre en España un pilar básico de las estructuras de poder responsables de una enorme explotación y opresión a las clases populares). Señalaba en el artículo que un ejemplo de las alianzas de la Iglesia Católica española con las fuerzas oprimentes y explotadoras era el apoyo que tal Iglesia dio al golpe militar liderado por el General Franco y a la dictadura que estableció. No podría encontrarse mayor contradicción entre las enseñanzas de Jesús de Nazareth, que había indicado que era más fácil que “un camello pasara a través del ojo de una aguja que un rico fuera al cielo” (asumiendo que las riquezas de los ricos se basan en explotación) y el apoyo de la Iglesia al régimen dictatorial que se basaba en una enorme explotación de las clases populares, negándoles los instrumentos más elementales para ejercer la defensa de sus intereses. El nivel de vida de la clase trabajadora española, que había sido semejante al nivel de vida de la clase trabajadora italiana antes del golpe militar del 1936, era sólo el 60% del nivel de vida de la clase trabajadora italiana el año 1978, cuando terminó la dictadura. Éste fue el coste sobre el desarrollo económico y social de España, que supuso aquel régimen. La ausencia de democracia y de sindicatos auténticamente representativos permitió la enorme explotación de la clase trabajadora española por parte de unas estructuras dictatoriales, corruptas por unas élites y grupos de presión, incluida la Iglesia Católica española.
Como era predecible, la derecha española respondió a mi artículo con la agresividad y hostilidad personal que la caracteriza, refiriéndose a mi persona como “un tal Vicenç Navarro, apóstol de la memoria histórica”, negando en su respuesta cada una de las contradicciones que señalaba en mi artículo, entre las enseñanzas de Jesús y el comportamiento de la Iglesia. Jaime Ignacio del Burgo, fue el autor de una de tales respuestas (publicada en La Gaceta, la versión escrita de Intereconomía) y en Noticias de Navarra, que había publicado mi artículo (como parte de un convenio de distribución de artículos con Público) unos días antes. En el artículo de Del Burgo, titulado “La Iglesia, de víctima a verdugo”, éste niega que “La Iglesia hubiera sido privilegiada durante la Dictadura”, y que en absoluto “había alentado públicamente al Ejército a sublevarse contra la República”, negando también que la “Iglesia dirigiera o colaborara con el estado dictatorial en su función represora”. Es más, Jaime Ignacio del Burgo añade que “el golpe militar respondía a un deseo de justicia y libertad”. Todas estas posturas se presentan salpicadas con una gran amalgama de insultos personales.
Considero extraordinario que un artículo tal como éste se escriba y se publique en España. Treinta y dos años después de haberse establecido la democracia, la publicación de tal artículo muestra lo enormemente incompleta que está todavía la democracia española, resultado de una transición inmodélica que reprodujo el enorme poder de las derechas en España. La abierta defensa de un régimen terrorista como el del General Franco es, todavía hoy, una práctica común. La incoherencia (en realidad, hipocresía) de las derechas españolas se muestra en que por un lado se oponen a que se legalice a la izquierda abertzale hasta que ésta condene el terrorismo de ETA y que por el otro lado defiendan a un estado y a un régimen que fue infinitamente más terrorista que ETA, asesinando a muchos más españoles de lo que ETA ha hecho. La vida de cada español asesinado por la dictadura que no quiere condenar es tan valiosa como la vida de cada español asesinado por ETA. Su supuesta indignación y supuesto patriotismo ganarían credibilidad si hubieran ellos mismos condenado aquel régimen asesino y hubieran facilitado que el estado actual honrara a aquellas víctimas olvidadas. Las derechas (cuando gobernaron) y la Iglesia Católica nunca expresaron apoyo o simpatía por aquellas víctimas del terror del estado dictatorial.
En cuanto a los argumentos utilizados por Jaime Ignacio del Burgo, la documentación existente muestra claramente que la Iglesia fue una institución que apoyó el golpe militar (antes, durante y después del mismo), y que se benefició enormemente, consiguiendo una situación de gran privilegio, convirtiéndose en una de las instituciones, no sólo con mayores riquezas, sino también con mayor control sobre la población, incluyendo su educación. A fin de conseguir tales privilegios, dirigió la represión frente a amplios sectores de la población, con especial énfasis en el magisterio español, con una represión sin precedentes en Europa. La documentación, fácilmente accesible, también muestra la enorme concentración de riqueza que se dio durante la dictadura, uno de los regimenes que benefició más a las clases adineradas a costa de las clases populares.
En cuanto al autor del insulto, el lector debiera conocer que Jaime Ignacio del Burgo, congresista del Partido Popular de Navarra, es hijo de otro Del Burgo, gran defensor también del golpe militar y de la dictadura, que negó la represión que existió en Navarra contra los vencidos, ocultando que más de 2.500 navarros fueron fusilados, (además de los 678 que admitió), y de los cuales Del Burgo indicó que merecían su destino. De tal palo tal astilla. Su hijo defiende, todavía hoy, el golpe militar y la dictadura que hizo tanto daño a España. Del Burgo (hijo) ha aplaudido que “el régimen surgido de la Cruzada con el esfuerzo unánime de los navarros” y que se define como luchador por la libertad. En realidad, por su defensa de aquel régimen terrorista, del Burgo debiera estar encarcelado, tal como exige la propia Ley de Atención de Víctimas del Terrorismo, y como ocurriría en Alemania o en Argentina que padecieron regímenes semejantes. La existencia visible y prominente de tal postura, ampliamente sostenida en sectores del PP y de la Iglesia es un indicador de insalubridad democrática en nuestro país.
Una última observación. Una persona de Navarra me envió una nota informándome de la existencia del artículo insultante en Noticias de Navarra de Del Burgo. Desconocía su existencia pues no leo regularmente tal rotativo. Cuando le invité a él (al ser de Navarra y conocer bien aquella comunidad, y al autor Del Burgo) a que enviara una respuesta a aquel artículo publicado en Noticias de Navarra corrigiendo sus falsedades, esta persona declinó mi invitación indicando que estaba temeroso, pues en Navarra las derechas son todavía muy poderosas. En partes de España hay todavía miles de personas temerosas de denunciar el terrorismo, apoyado por las derechas y por la Iglesia. Y todo esto ocurre en la España del 2011, treinta y dos años después del fin de aquel régimen.



Una voz tras la huella de la historia

ANA FERNÁNDEZ-DIARIO DE SEVILA
'Verdades escondidas' es el segundo disco que con tan sólo 24 años esta cantante graba con Utopía Producciones. Su primer trabajo, titulado Contrastes' le abrió paso y le dio las claves para hacer de la memoria histórica el eje de sus letras.
Con la misma garra que se sube al escenario y entona sus canciones se enfrenta a los temas que trata en el repertorio de su último disco, Verdades escondidas. La memoria histórica es relatada en cada una de las 18 canciones protagonizadas por personajes reales y anónimos que vivieron la represión. "En la letras aparecen desde una maestra hasta un vecino de Guillena, mi pueblo, que estuvo en el campo de concentración de Mauthausen". Para bien y para mal, este disco ha procurado a la cantante y su banda tantos admiradores como detractores, afirma Lucía Sócam. Vals, bossa nova, blues, pop y rock, son algunos de los estilos que pueden oírse en este trabajo que, acompañado de DVD con imágenes, está grabado íntegramente en concierto, gracias a la cooperativa de autores independientes Utopía Producciones, a la que pertenece. Nunca, afirma, "me escondí de nada, y este disco me ha abierto muchas puertas de la historia que desconocía". Siempre tuvo clara su vocación y desde los 8 años, que comenzó sus estudios de flauta travesera, no se ha rendido en esto de la música, por ello, optó "por hacer lo que quería y no seguir los canales de la industria". De forma gratuita, en produccionesutopia.blogspot.com, puede descargarse el disco que ya ha sonado en salas de Andalucía y el resto de España y que próximamente se presentará en Francia. Acompañada de su guitarra y su teclado, esta joven lo tiene claro: "El compromiso con nuestra historia es necesario y la música es una herramienta más para hacerlo".

 

 

Cantautores andaluces reivindican la memoria histórica

-          Coloquio musical con Lucía Sócam y Francisco Narváez en el primer programa del Año Nuevo
El programa “La Memoria” de Radio Andalucía Información, dirigido y presentado por Rafael Guerrero, inicia sus emisiones del Año Nuevo el 7 de enero con música relacionada con la memoria histórica, tomando como referencia a dos cantautores andaluces que progresando en la proyección de sus trabajos con la creciente celebración de recitales y la edición de discos con sus composiciones musicales. Lucía Sócam y de Francisco Narváez son dos músicos comprometidos con la recuperación de la memoria histórica que, además, son nietos de víctimas del franquismo.
Lucía Sócam, natural de Guillena (Sevilla), acaba de editar su segundo CD, bajo el título de “Verdades escondidas”, que recoge 18 canciones sobre memoria histórica. Francisco Narváez, de la localidad sevillana de Marchena, ha editado su primer CD titulado “Dime que cante”, en el que incluye varios temas relacionados con la represión de los franquistas contra su pueblo y su propia familia.
Ambos interpretan sus composiciones y comentan cómo han tomado la memoria histórica como pretexto argumental de sus composiciones musicales.
Tras el recital y el coloquio, el programa concluye con el repaso a la actualidad semanal en el Noticiero.
Emisión.- Viernes, 7 de enero, a las 19,30 horas en Radio Andalucía Información.
PARA ESCUCHAR EL PROGRAMA LA MEMORIA DE CANAL SUR DEL DÍA 7 DE ENERO PULSE ESTE ENLACE

 

 

Recientemente, Santiago Carrillo “mandó al infierno” a un periodista que le preguntaba sobre las matanzas de Paracuellos del Jarama perpetradas al principio de nuestra gran tragedia del siglo XX, de la guerra civil española (1936-1939).

No me voy a centrar en el papel del viejo líder comunista. De eso ya se han ocupado tanto los historiadores como los tergiversadores profesionales. Pero sí deseo incidir en la manipulación malvada de la caverna al socaire de aquellos sucesos.

Así, desde los disparaderos cavernícolas se utiliza frecuentemente el latiguillo “¿Y Paracuellos, qué?” sin otra finalidad que “compensar” la historia de horror, odio, fanatismo y crimen que ha rebozado a gran parte de la derecha española durante aquel ominoso trienio y en los casi ocho lustros posteriores.

Por lo tanto, sin justificar la barbarie ni reducir una pulgada el respeto hacia las víctimas, debemos situar aquellos episodios en su contexto…

Cuando ocurren las matanzas de Paracuellos, nos encontramos con un Madrid sitiado y bombardeado. Los aviones de los golpistas masacran los barrios más humildes (Vallecas, Carabanchel, etc.) y tropas de asesinos profesionales procedentes de África engrasan sus fusiles y cañones a las puertas de la capital.

En su avance hacia Madrid, aquellos soldados habían perpetrado matanzas gratuitas, capaces de abochornar al mismísimo Hitler. A la capital llegaban relatos de legionarios y mercenarios marroquíes violando a mujeres y niñas, castrando a hombres, exhibiendo testículos por las calles a modo de macabros trofeos. Mientras Extremadura es bombardeada por aviones comprados a los nazis, las niñas son ultrajadas y luego asesinadas con bayonetas que perforan sus vaginas.

Unas semanas antes, los golpistas han matado a miles de hombres, mujeres y niños en Badajoz. Circulan comentarios espantosos de torturas y muerte acaecidas en la plaza de toros de aquella provincia. Todas estas acciones son minuciosamente programadas desde el mando sublevado. El general Yagüe declara: “No solamente buscamos el castigo, sino la ejemplaridad”. Es decir, el terror como didáctica e impulsado desde la cúpula del mando. De este modo fueron asesinados miles de inocentes.


En una entrevista concedida a John Whitaker para New York Herald Tribune, un detritus con uniforme declaraba: “Pues naturalmente que los hemos matado, ¿qué suponía, que vamos a llevar a esos seis mil rojos mientras avanzamos hacia Toledo?” En aquel avance no solo habían asesinado a sangre fría a aquellos “rojos”, sino que docenas de miles de inocentes fueron masacrados por mercenarios extranjeros y militares profesionales golpistas.

En el avance a Madrid, pueblos como Don Benito, Villanueva de la Serena, Herrera del Duque, Guareña o Jerez de los Caballeros se llenaban de fosas comunes repletas de cadáveres. El cura de Zafra añadió: “Todavía no hemos tenido tiempo de legislar como será exterminado el marxismo de España. Pero todos los procedimientos de exterminio de ratas serán buenos. Y Dios en su inmenso poder y sabiduría lo aplaudirá”

Y en ese mismo horror, el general Mola vociferaba: “Disponemos de cuatro columnas que avanzan hacia Madrid, y de una quinta columna instalada dentro de la capital”.


Por lo tanto, a nadie debe extrañar que en aquel escenario del Madrid bombardeado, sitiado por asesinos profesionales, sin Gobierno (El ejecutivo había huido a Valencia), y ante lo que ya se sabía de los golpistas, se represaliase a quienes se creía integrantes de “la quinta columna” (militares que habían participado en el golpe, falangistas, religiosos, militantes de derechas…)

Y a pesar de ello, un universo separa la actuación de la República y los asesinos de uniforme alzados. Así, líderes políticos como Melchor Rodríguez, llamado “el ángel rojo”, se jugaron la vida para impedir las sacas de presos. Incluso el general Miaja, responsable de la defensa de Madrid, exigió el fin de aquellas ejecuciones… ¿hubo alguien así en el bando franquista durante o después de la guerra? 

El tema es tan amplio que excede las pretensiones de este artículo pero, entiendo, debemos condenar la perversa manipulación de la caverna consistente en equiparar unos acontecimientos puntuales acaecidos en una situación de caos, odio y pánico con las matanzas metódicas, en frío, durante la contienda bélica y décadas después que perpetró el bando sublevado.

Por consiguiente, rebatir las crímenes franquistas con el argumento “¿Y Paracuellos, qué?” constituye una indignidad difícil de superar, solamente comparable al argumento nazi de “¿Y el bombardeo de Dresde, qué?” Si bien hasta los nazis tendrían aquí mucha más razón que la caverna de la derecha, y de la extrema derecha franquista.

Autor: Gustavo Vidal Manzanares. Publicado en El Plural (periódico digital), el 31/01/2011

 

La “rebelión de los nietos” también se traslada a la canción

- Encuentro musical en “La Memoria” con Lucía Sócam y Francisco Narváez, dos cantautores andaluces descendientes de víctimas del franquismo
El programa “La Memoria” de Radio Andalucía Información, dirigido y presentado por Rafael Guerrero, dedica la última emisión del año 2010, el viernes, 17 dediciembre, a la música relacionada con la memoria histórica, tomando como referencia a dos cantautores andaluces que dan recitales y que recientemente han editado en CDs sus composiciones musicales. Se trata de Lucía Sócam y de Francisco Narváez, dos músicos comprometidos con la recuperación de la memoria histórica que son nietos de víctimas de la Guerra Civil y del franquismo.
Lucía Sócam, natural de Guillena (Sevilla), acaba de editar su segundo CD, bajo el título de “Verdades escondidas”, que recoge 18 canciones dedicadas todas ellas a historias de represión, humillación y muerte durante la contienda civil y la dictadura, y que constituye un trabajo colectivo destinado a “ser la voz de aquellos que no tuvieron la oportunidad en su tiempo de expresar su historia”. Francisco Narváez, de la localidad sevillana de Marchena, ha editado su primer CD titulado “Dime que cante”, en el que incluye varios temas relacionados con la memoria histórica de su pueblo y de su propia familia, que padeció la persecución y la represión de los franquistas.
Ambos interpretan en vivo, por separado y conjuntamente, algunas de sus canciones y comentan los motivos personales e ideológicos que les han llevado a tomar este asunto como leit motiv de sus composiciones musicales.
Tras el recital y el coloquio, se recomendarán algunas novedades editoriales para las vacaciones navideñas y, finalmente, el programa se cerrará con el repaso a la actualidad semanal en el Noticiero.
PUEDES ESCUCHAR EL PROGRAMA DESDE ESTE ENLACE:
http://www.canalsur.es/bandeja/la_memoria_20101217.mp3






NUESTRA COMPAÑERA LUCIA SOCAM HA RECIBIDO DE MANOS DE JOSE ANTONIO GRIÑAN PRESIDENTE DE LA JUNTA DE ANDALUCIA EL GALARDÓN DE MUJER EXCEPCIONAL DE ANDALUCIA ,EL  DIA 15 OCTUBRE EN ATARFE(GRANADA)PREMIO QUE OTORGAN  LAS CONSEJERÍAS DE AGRICULTURA Y PESCA Y PARA LA IGUALDAD Y BIENESTAR SOCIAL A LAS  8 MUJERES RURALES EXCEPCIONALES EN ANDALUCÍA.

NUESTRA COMPAÑERA SE SINTIÓ MUY ORGULLOSA DE PROCEDER DEL MUNDO RURAL Y DEDICO ESTE RECONOCIMIENTO A LA ASOCIACIÓN 19 MUJERES DE GUILLENA"Y A TODOS LOS QUE HAN PARTICIPADO EN EL PROYECTO COLECTIVO"VERDADES ESCONDIDAS" AGRADECIENDO AL EXCMO.AYUNTAMIENTO DE GUILLENA Y A LA DIPUTACIÓN DE SEVILLA A VERLA AVALADO PARA ESTOS PREMIOS.

 LA CANTAUTORA CANTO PARA UN TEATRO LLENO A REBOZAR "LAS 17 ROSAS DE GUILLENA"QUE HIZO PONER AL PUBLICO DE PIE DESPERTANDO EMOCIONES INDESCRIPTIBLES. ES UN ORGULLO QUE  NUESTRA COMPAÑERA RECIBA TAN DISTINGUIDO HONOR POR SU CARRERA PROFESIONAL Y SOLIDARIA CONVIRTIÉNDOSE EN LA VOZ DE LA MEMORIA Y SER REFERENTE PARA MUCHOS JÓVENES EN NUESTRA REGIÓN.

 !FELICIDADES LUCIA Y A CONTINUAR LA LUCHA!





Antonio Martínez i Ferrer
 (joven aprendiz de poeta de 71 años)

No persigo pensamientos que
sumergidos en los olores
petrificados de la existencia,
vayan a alguna parte

los caminos de hoy
son confusos
y las palabras construyen
laberinto tras laberinto.


He de irme a recoger las sombras de un olvido.

Se cuenta que es hijo de no sé quién,
pero él anda hambriento y descalzo
entre el rugido
………………de los coches.

El otro,
hermanado en el barro africano
bebe noches sin mañana,
le llaman hambre